Se sacaron la espina. Era lo que querían -y decían- los integrantes del plantel "naranja" antes de la final. Antes del campeonato. "No es momento de jugar bonito, hay que ganar", había destacado el entrenador Javier Martínez Riera. Se logró el objetivo. Misión cumplida. Había mucha presión y necesidad de saborear este éxito. Y se apeló a una vieja fórmula: mucho amor propio y un gran corazón. Se volvió a las fuentes, que le dio tantos éxitos a Tucumán en la época de oro y en 2005. El equipo maduró con el correr de los partidos. No jugó bien, pero ganó luchando hasta el final en cada duelo, en especial en los dos últimos. Poco les importarán a los jugadores los errores cometidos. En el balance les quedará la satisfacción del deber cumplido, y una gran copa que este equipo no olvidará nunca, porque la que debió luchar desde el inicio. El impacto de la lesión de Federico Mentz fue tremendo. Pero supieron levantarse y apareció la carta oculta que siempre se tiene bajo la manga: Nicolás Sánchez. Asumió la responsabilidad de suplir a su amigo y cumplió. El rugby argentino se rindió a sus pies y lo proclamó el hombre de la final, del torneo. Pero atrás se encolumnaron los más de 40 jugadores que fueron utilizados en el proceso. Cada uno aportó lo suyo. Aunque haya jugado 10?. Fue el éxito de un grupo. "Pocos creyeron en nosotros", confesaron varios. Pasaron de la marcha de la bronca al canto de la felicidad. Un último párrafo para Diego Mas. Le tocó jugar poco, pero siempre estuvo apoyando a sus compañeros. "Me retiro en la final", había anticipado en Córdoba. Horas antes del partido se enteró de que se quedaba fuera del banco de suplentes. Aun masticando su dolor, estuvo al borde de la cancha, alentando a sus compañeros. Que Diego sepa que se retiró campeón. Ese fue el resumen y la clave de este éxito: el compañerismo y la humildad. El saber que se debía tirar el carro hacia adelante. Tucumán, otra vez, fue el mejor. El título volvió a casa. La herida se cerró, ya no duele. La espina ya no está.